Marisol, la chica de la guitarra melodiosa, quien también fuera la chica del valle de los girasoles, se marchó de este pueblo una tarde nublada. He aquí el relato.
Los padres de Marisol murieron en un accidente automovilístico, por eso un tío suyo se hizo cargo de ella. Puesto que este hombre era aficionado a la bebida, solía perder la razón cuando el diablo se le metía dentro: bramando como un toro, iba al cuarto de su sobrina y la maltrataba sin piedad.
Si la negrura del cielo se espesaba y la luna palidecía, Marisol interrumpía abruptamente sus canciones y se acordaba de la palabra miedo; en un dos por tres deslizaba la guitarra bajo de su cama, se envolvía con las sábanas presa de terror y apretaba los párpados deseando el canto del gallo al amanecer.
No sé cuánto duró tan lastimosa situación, pero Marisol era una mariposa de aire y a su inquisidor se le fue de las manos.
Vivía en una desvencijada casa azul, al otro lado de la mía, cercada por una fila de pinos, frente a un riachuelo de plata rizado por el viento.
En la margen del arroyo la conocí. Ella era una niña de doce años que usaba un vestido blanco salpicado de manchas de zarzamora, yo era un niño de rostro enfangado que caminaba por ahí buscando pepitas de oro… Explico esta circunstancia: por la mañana, había leído con fascinación un libro en el que John Ashcroft, un diestro cowboy del Oeste, con su dupla de revólveres se libró de un grupo de bandidos que asolaban una pacífica localidad, y por su acción meritoria se le otorgó una medalla que le confería el título de sheriff, pero para completar su fortuna, que por lo visto no era suficiente, el destino le sonrió al percatarse de una reverberación inusual en el fondo de un río. Intrigado, John Ashcroft se inclinó hacia el punto brillante, alargó la mano y extrajo una piedra dorada que se llamaba oro; este mineral valía muchísimo –más que la vida de veinte apaches-, dado que le permitía a uno comprar lo que fuese: caramelos, elefantes, algodones, etc. Esta halagüeña fantasía me hacía ruido en la cabeza, cuando vi a Marisol singlando piedras en la superficie del agua. A cinco pasos de donde ella practicaba su infantil deporte, había en el suelo una canasta de mimbre que contenía frutos. “Quizás esconde oro en su interior”, se me ocurrió pensar, y con sigilo alcé la canasta y eché a correr. ¡Escapatoria imposible! No preví que una niña corriese tan rápido… Me pisó los talones hasta que tropecé violentamente con una rama y hube de soltar la canasta al vuelo. Yo caí de espaldas a mi perseguidora, así que me volví para enfrentarla. En su mirada fiera bullía fuego y por sus mejillas rodaban algunas lágrimas. Supuse que se abalanzaría sobre mí, sin embargo, su proceder me desconcertó: se fue, no dijo nada, sólo se fue... Los ojos que segundos antes ardían en llamas se apagaron y su dueña dejó la canasta inmóvil en aquel sitio. “Vaya, una niña extraña”, me dije en voz baja, ignorante del por qué no podía dejar de pensar en una niña tan extraña.
La hice mi novia una tarde de Mayo, en el momento justo en que las corolas, abriendo sus labios fragantes, se mecían tímidamente sobre sus tallos. Dije que recuerdo el momento justo, pues al verla tendida en un colchón de yerba y rodeada por un séquito de flores, el corazón, dándome un vuelco, me hirió de golpe y me atrajo a su lado: Marisol, eres más hermosa que todas las rosas de nuestro valle… Marisol -a pesar de mi nerviosismo, continué mi torpe discurso recién empezado-, tampoco las estrellas que tanto te gusta mirar desde tu ventana pueden compararse contigo… yo quisiera saber…”. Marisol, que apoyaba la sien sobre la palma de su mano, sonrió denotando complacencia. Sus labios escarlata se aproximaron a los míos y por un instante el mundo desapareció.
El amor es un tema enredado. Uno se burla de él, otro, el asceta, evita su contacto a base de trabajos y ayunos; y en el mundo existen seres que dicen no haber amado nunca, y hay otros más que con las heridas abiertas y sangrando han jurado no enamorarse otra vez. Y cuando uno se siente inmune a su magia, el amor se filtra por las hendiduras del corazón.
Marisol se marchó y todo ha cambiado. La vasta casa azul, al poco de su partida se derrumbó, alterando el panorama que dio lugar a nuestra historia, y las golondrinas que hicieron su nido en el tejado emigraron también. En cuanto a mí, después de acallarse las notas musicales que alegraban mi existencia en las plácidas horas de estío, sé del eterno martirio que encierra la palabra soledad…
Pero Marisol está bien y eso me tranquiliza. Y sé también que echa de menos el campo que nos vio crecer, que al evocar el aroma de la rosa perlada por la lluvia se acuerda de mí, que lejos, en la gran ciudad iluminada por la magnífica luna que se eleva por sobre los edificios, ella rasga las cuerdas de su guitarra: “Para el amor no hay imposibles, pues el amor nunca muere si hay esperanza”.
Es el estribillo de una melodía que a menudo cantaba frente al porche de su hogar, cuando me veía saludarla y cruzar el riachuelo con las pantorrillas húmedas: “y si la esperanza alienta dentro de ti, el río remontará su cauce, las golondrinas volverán, y al final del camino, tú y yo nos reencontraremos.”
Carlos
Los padres de Marisol murieron en un accidente automovilístico, por eso un tío suyo se hizo cargo de ella. Puesto que este hombre era aficionado a la bebida, solía perder la razón cuando el diablo se le metía dentro: bramando como un toro, iba al cuarto de su sobrina y la maltrataba sin piedad.
Si la negrura del cielo se espesaba y la luna palidecía, Marisol interrumpía abruptamente sus canciones y se acordaba de la palabra miedo; en un dos por tres deslizaba la guitarra bajo de su cama, se envolvía con las sábanas presa de terror y apretaba los párpados deseando el canto del gallo al amanecer.
No sé cuánto duró tan lastimosa situación, pero Marisol era una mariposa de aire y a su inquisidor se le fue de las manos.
Vivía en una desvencijada casa azul, al otro lado de la mía, cercada por una fila de pinos, frente a un riachuelo de plata rizado por el viento.
En la margen del arroyo la conocí. Ella era una niña de doce años que usaba un vestido blanco salpicado de manchas de zarzamora, yo era un niño de rostro enfangado que caminaba por ahí buscando pepitas de oro… Explico esta circunstancia: por la mañana, había leído con fascinación un libro en el que John Ashcroft, un diestro cowboy del Oeste, con su dupla de revólveres se libró de un grupo de bandidos que asolaban una pacífica localidad, y por su acción meritoria se le otorgó una medalla que le confería el título de sheriff, pero para completar su fortuna, que por lo visto no era suficiente, el destino le sonrió al percatarse de una reverberación inusual en el fondo de un río. Intrigado, John Ashcroft se inclinó hacia el punto brillante, alargó la mano y extrajo una piedra dorada que se llamaba oro; este mineral valía muchísimo –más que la vida de veinte apaches-, dado que le permitía a uno comprar lo que fuese: caramelos, elefantes, algodones, etc. Esta halagüeña fantasía me hacía ruido en la cabeza, cuando vi a Marisol singlando piedras en la superficie del agua. A cinco pasos de donde ella practicaba su infantil deporte, había en el suelo una canasta de mimbre que contenía frutos. “Quizás esconde oro en su interior”, se me ocurrió pensar, y con sigilo alcé la canasta y eché a correr. ¡Escapatoria imposible! No preví que una niña corriese tan rápido… Me pisó los talones hasta que tropecé violentamente con una rama y hube de soltar la canasta al vuelo. Yo caí de espaldas a mi perseguidora, así que me volví para enfrentarla. En su mirada fiera bullía fuego y por sus mejillas rodaban algunas lágrimas. Supuse que se abalanzaría sobre mí, sin embargo, su proceder me desconcertó: se fue, no dijo nada, sólo se fue... Los ojos que segundos antes ardían en llamas se apagaron y su dueña dejó la canasta inmóvil en aquel sitio. “Vaya, una niña extraña”, me dije en voz baja, ignorante del por qué no podía dejar de pensar en una niña tan extraña.
La hice mi novia una tarde de Mayo, en el momento justo en que las corolas, abriendo sus labios fragantes, se mecían tímidamente sobre sus tallos. Dije que recuerdo el momento justo, pues al verla tendida en un colchón de yerba y rodeada por un séquito de flores, el corazón, dándome un vuelco, me hirió de golpe y me atrajo a su lado: Marisol, eres más hermosa que todas las rosas de nuestro valle… Marisol -a pesar de mi nerviosismo, continué mi torpe discurso recién empezado-, tampoco las estrellas que tanto te gusta mirar desde tu ventana pueden compararse contigo… yo quisiera saber…”. Marisol, que apoyaba la sien sobre la palma de su mano, sonrió denotando complacencia. Sus labios escarlata se aproximaron a los míos y por un instante el mundo desapareció.
El amor es un tema enredado. Uno se burla de él, otro, el asceta, evita su contacto a base de trabajos y ayunos; y en el mundo existen seres que dicen no haber amado nunca, y hay otros más que con las heridas abiertas y sangrando han jurado no enamorarse otra vez. Y cuando uno se siente inmune a su magia, el amor se filtra por las hendiduras del corazón.
Marisol se marchó y todo ha cambiado. La vasta casa azul, al poco de su partida se derrumbó, alterando el panorama que dio lugar a nuestra historia, y las golondrinas que hicieron su nido en el tejado emigraron también. En cuanto a mí, después de acallarse las notas musicales que alegraban mi existencia en las plácidas horas de estío, sé del eterno martirio que encierra la palabra soledad…
Pero Marisol está bien y eso me tranquiliza. Y sé también que echa de menos el campo que nos vio crecer, que al evocar el aroma de la rosa perlada por la lluvia se acuerda de mí, que lejos, en la gran ciudad iluminada por la magnífica luna que se eleva por sobre los edificios, ella rasga las cuerdas de su guitarra: “Para el amor no hay imposibles, pues el amor nunca muere si hay esperanza”.
Es el estribillo de una melodía que a menudo cantaba frente al porche de su hogar, cuando me veía saludarla y cruzar el riachuelo con las pantorrillas húmedas: “y si la esperanza alienta dentro de ti, el río remontará su cauce, las golondrinas volverán, y al final del camino, tú y yo nos reencontraremos.”
Carlos
15 comentarios:
Carlos una bella historia de amor que no se sabe si alguna vez podrá ser cierta, que termina sin terminar...Espero que al final, este amor, sea posible.
Un bonito texto.
Gracias amigo.
Un beso
Natacha.
Precioso relato de amor no tan imposible. A mí me gusta pensar que el amor nunca lo es.
Un abrazo.
No he podido pasar a comentar como siempre es que no estoy muy bien de salud, pero quiero decirles que he dejado un premio corazón en agradecimiento a tanto cariño!!!besos.( es para todos)
Un hermosísimo relato Carlos,que quién sabe si podrá ser posible.
Un beso.
Mª José.
Quizas este amor si se sea posible algun dia....
Hola! Bueno, ese es el punto, no se sabe si el amor se concretará, todo estriba en saber y querer guardar la esperanza, porque mientras ésta conserva sus alas ninguna cumbre es inalcanzable ,y, por lo tanto, ningún amor imposible. Creo además que aquellos amores que representan un desafío, aquellos que dependen de un ideal y que más tarde se realizan, son los más duraderos y los que inspiran las grandes historias de romances. No obstante que no creo en los imposibles, la idea de los amores de esta clase nos agrada mucho porque la espera simboliza un renunciamiento noble, es decir, nos significa verdadero amor, lleno sacrificio y pureza de alma. Saludos a todos!
QUE BELLO ESCRITO
ME ENCANTO LA HISTORIA DE MARISOL
POSIBLEMENTE AL FINAL SE REUNAN Y SU AMOR SEA TAN INTENSO PARA YA NO SEPARARSE
TE FELICITO ESTA MUY BONITO
BESOS CORAZON
Sencillamente hermoso.
No sabría definir qué es lo que más me ha gustado...si la forma exquisita de contarlo o la historia en sí,que es bellísima...
Enhorabuena.
Besos,Carlos.
El amor todo lo puede, Búscalo Rescátalo si es tuyo volvera a tí sino dejalo volar no te pertenece
Cariños
María Rosa.
Muy bonito relato, Carlos.
He visto esa casa azul, los girasoles y hasta he sentido el viento que rizaba el rio.
Un saludo.
Pilar
Gracias Marinel, Luna y MariJo, qué bueno que les agradó mi relato :) Pilar: La casa azul y el campo de girasoles fue la primera imagen que se me vino a la mente antes de escribir la primera palabra... El nombre de Marisol siempre me ha gustado, incluso rima con la palabra girasol... Me imaginé a una mujer llena de luz, de sol. Saludos a todos, un abrazo
Una bonita historia de amor, al menos la niña encontró ese pedacito de felicidad despues de tener el infierno que tenía en casa. besos
Supongo que todos tuvimos en nuestro momento una Marisol.
Abrazox
Precioso carlos, sinceramente; al leer me sentí transportada a ese primer amor de niña, inocente, ese que nunca olvidas convertido en un dulce recuerdo; ¿imposible? Tal vez, no tanto...
Un beso
Una historia muy bonita, guardar esa primera impresión de quien te enamoras, es algo bellísimo. Y bueno, en esta historia existe la posibilidad de un reencuentro, porque de existir el amor, existe.
Un saludo.
Haydeé :)
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