Cuenta la leyenda que hay una noche del año en que las estrellas dejan de ser estrellas y se transforman en hadas. Que una de ellas, la más bondadosa, brilla con más fuerza en el cielo y permite que nosotros, los humanos, la distingamos y admiremos por su belleza. En esa noche mágica, si le pides un deseo a ese hada-estrella iridiscente ella se apiada de nosotros y transforma nuestros sueños realidad justo al cabo de un año.
Nadie sabe cuál es esa noche especial en la que se lleva a cabo el milagro, y por eso hay que estar muy atento cada ocaso y tratar de encontrar en la inmensidad azabache algún indicio de magia.
Mi madre solía contarme esa historia cuando yo era una niña y nos sentábamos a charlar en la terraza de nuestro pisito de Málaga después de cenar. Yo, maravillada, alzaba la mirada al cielo y me perdía por entre el titileo de las constelaciones y el rastro centelleante y plateado de las estrellas fugaces.
Una noche de octubre llegué a casa después de pasar una agradable velada de cine y palomitas con mis amigos. Tenía quince años y la mente repleta de ilusiones y planes de futuro; con esa edad toda yo era alegría, una alegría inocente que aún no se había corrompido con dosis amargas de realidad o estrés.
Y la vi. Al sentarme en la terraza (tal y como hacía entonces y aún hago cada noche) y relajarme contemplando el cielo, divisé la Osa Mayor. Estaba enorme y radiante quizá por la atmósfera limpia y despejada, y entonces me acordé de la leyenda de la estrella de los deseos y sonreí. Cerré los ojos durante un minuto y pensé que sería maravilloso si ese hada-estrella pudiese hacer realidad alguno de mis sueños, como por ejemplo poder escapar de esa ciudad pequeña que me aprisionaba, conocer otros lugares y personas y, el más importante de todos, enamorarme. ¡Qué muchacha no sueña alguna vez con enamorarse de verdad, con ser correspondida!…
Han pasado muchos años desde entonces. Ahora tengo veintisiete y ya no creo en cuentos de hadas ni leyendas mágicas, pero anoche sucedió algo que hizo tambalearse por un segundo la base realista de mi razón.
Yo acababa de cenar y salí a la terraza de mi nuevo ático de Barcelona. Me senté a contemplar la ciudad cuando mi novio (con quien vivo) llegó de trabajar con una sonrisa enorme y una rosa en las manos.
—¿Sabes? —Me dijo dándome un dulce beso en la mejilla— Hoy hace un año que viniste a vivir aquí conmigo, y hace exactamente dos años que nos conocimos. ¿No lo habías pensado?
Pues no, lo reconozco. Sé que era nuestro aniversario (tenía un paquetito envuelto con cariño para él) pero no había caído en la cuenta de que fue ese mismo día (el quince de octubre) cuando le conocí.
Y ordenando fechas en mi memoria, le oí decir a mi lado:
—Mira qué cielo hay esta noche. La Osa Mayor parece que fuese a explotar, de tan brillante.
Quince de octubre. También fue un quince de octubre cuando le pedí mis deseos a mi estrella… y comprendí, sonriendo, que a veces no hay que perder la ilusión ni dejar de creer en la magia.
A fin de cuentas, incluso los astros de luz pueden retrasarse alguna vez pero siempre cumplen, aunque sea dieciséis años más tarde.
La Rizos
Nadie sabe cuál es esa noche especial en la que se lleva a cabo el milagro, y por eso hay que estar muy atento cada ocaso y tratar de encontrar en la inmensidad azabache algún indicio de magia.
Mi madre solía contarme esa historia cuando yo era una niña y nos sentábamos a charlar en la terraza de nuestro pisito de Málaga después de cenar. Yo, maravillada, alzaba la mirada al cielo y me perdía por entre el titileo de las constelaciones y el rastro centelleante y plateado de las estrellas fugaces.
Una noche de octubre llegué a casa después de pasar una agradable velada de cine y palomitas con mis amigos. Tenía quince años y la mente repleta de ilusiones y planes de futuro; con esa edad toda yo era alegría, una alegría inocente que aún no se había corrompido con dosis amargas de realidad o estrés.
Y la vi. Al sentarme en la terraza (tal y como hacía entonces y aún hago cada noche) y relajarme contemplando el cielo, divisé la Osa Mayor. Estaba enorme y radiante quizá por la atmósfera limpia y despejada, y entonces me acordé de la leyenda de la estrella de los deseos y sonreí. Cerré los ojos durante un minuto y pensé que sería maravilloso si ese hada-estrella pudiese hacer realidad alguno de mis sueños, como por ejemplo poder escapar de esa ciudad pequeña que me aprisionaba, conocer otros lugares y personas y, el más importante de todos, enamorarme. ¡Qué muchacha no sueña alguna vez con enamorarse de verdad, con ser correspondida!…
Han pasado muchos años desde entonces. Ahora tengo veintisiete y ya no creo en cuentos de hadas ni leyendas mágicas, pero anoche sucedió algo que hizo tambalearse por un segundo la base realista de mi razón.
Yo acababa de cenar y salí a la terraza de mi nuevo ático de Barcelona. Me senté a contemplar la ciudad cuando mi novio (con quien vivo) llegó de trabajar con una sonrisa enorme y una rosa en las manos.
—¿Sabes? —Me dijo dándome un dulce beso en la mejilla— Hoy hace un año que viniste a vivir aquí conmigo, y hace exactamente dos años que nos conocimos. ¿No lo habías pensado?
Pues no, lo reconozco. Sé que era nuestro aniversario (tenía un paquetito envuelto con cariño para él) pero no había caído en la cuenta de que fue ese mismo día (el quince de octubre) cuando le conocí.
Y ordenando fechas en mi memoria, le oí decir a mi lado:
—Mira qué cielo hay esta noche. La Osa Mayor parece que fuese a explotar, de tan brillante.
Quince de octubre. También fue un quince de octubre cuando le pedí mis deseos a mi estrella… y comprendí, sonriendo, que a veces no hay que perder la ilusión ni dejar de creer en la magia.
A fin de cuentas, incluso los astros de luz pueden retrasarse alguna vez pero siempre cumplen, aunque sea dieciséis años más tarde.
La Rizos